Sueños truncados
Cuando el 6 de agosto sentí ese dolor tremendo en la plante de mi pié derecho producido por la fractura del quinto hueso metatarsiano, pensé que mi año runístico había llegado a su fin. Esa puntada insoportable a los escasos cinco minutos de iniciado ése entrenamiento regenerativo después del de la tarde del día anterior a cargo del profe Luis Migueles, disfrutando de un mediodía primaveral y dirigiéndome hacia la Reserva Ecológica de Costanera Sur, sentí que ése cielo celeste se nublaba hasta el año siguiente.
El horizonte que me había planteado a principio de la temporada era poder hacer mi tercera Maraton Internacional de Buenos Aires y la K42 de Villa La Angostura. Venía haciendo un entrenamiento autodidacta pero con la supervisión y seguimiento de Luis Migueles, estaba muy contento con el progreso y resultados, hasta ése fatídico día. Creí que debía postergarlo todo. Ese horizonte se desvanecía.
Recuperación y la prueba
Pasé todo el octavo mes del 2008 con una bota pesada como si fuera de piel de elefante embarrada, prácticamente sin caminar para evitar que el hueso se desplace del lugar donde debería quedar. Cada noche del invierno tenía que dormir con la pierna derecha fuera del calor y cobijo del acolchado por el mismo motivo. Tres semanas y cuatro días después, al darme el alta médica, el traumatólogo me dio la orden de que no trotara hasta dentro de un mes, pero que podía empezar a hacer ejercicios de camilla en el gimnasio para recuperar un poco de fuerza en los cuadriceps y los bíceps femorales, junto con un poco de bicicleta fija.
La última semana de septiembre decidí probar la vieja amortiguación reparada con una caminata de 70 kilómetros, participando en la Peregrinación Juvenil a Lujan. Al terminarla luego de once horas casi sin parar, decidí, a la semana siguiente, cumplir con uno de mis objetivos: La Maratón. Ese enemigo que cualquier runner amateur termina amando, o el amigo que termina odiando, depende del día en el que éste se desarrolle. En mi caso fue la primera opción.
La mañana del 12 arrancó con frío y una llovizna suave pero constante, con viento sudeste que acompañó desde la largada hasta la llegada. Con una escala técnica para hacer “lo segundo” a la altura del kilómetro 10, algunos cambios de ritmo a partir del 21 y partes donde tuve que caminar por molestias en el pié afectado después del “maldito 30”, atravesé la meta luego de 4 horas y 4 minutos. Si, el reloj marcó 4 0 4. Un número capicúa, señal de buena suerte.
La batalla decisiva
Al día siguiente saqué el pasaje para ir a Villa La Angostura. Con más motivación que entrenamiento, en menos de tres semanas de la proeza, estaba frente al Cerro Bayo. Sentía que nos mirábamos a los ojos. Había una conexión como dos gladiadores que no se odian, sino que se respetan, que debían enfrentarse sabiendo que solo uno de los dos quedaría en pié. El K42 se aproximaba.
Acompañado solo por dos bastones de treking prestados y la mochila hidratante en mi espalda, comencé a trepar su ladera por la pista principal, surcando por la Conexión y la Panorámica hasta su manchón blanco de nieve.
A partir de allí, intenté hacer cumbre, solo para abrazar a éste coloso. No me dejó, ya que me hizo saber con mi escasa indumentaria, solo vestido con un short y unas zapatillas para correr en asfalto, me enterraba en su manto helado hasta la rodilla, por lo que decidí descansar en una saliente de la roca a pocos cientos de metros de la cima. La vista hacia la Bahía de Quetrihuén y el lago Nahuel Huapí era sublime. La gente que subía en las aerosillas me miraba como a un bicho raro, pero no me interesaba.
Ese era el momento entre el Cerro y yo. El tiempo que demoró en secarse un poco las zapatillas y las medias al sol, pensé en todo lo que había pasado en el transcurso desde la fractura y éste instante. Las broncas, los dolores, las inflamaciones, pero también los sacrificios que hacen la gente que me quiere y me rodea, especialmente mi mujer y, quizá sin saberlo, mi hija de dos años.
Ese era el momento en que les pedí disculpas, prometiéndoles que iba a dar todo de mi para completar esta prueba y tratar de mostrarles para qué yo había llegado a éste lugar, y a éste momento. Les prometí también que, pase lo que pase en el desarrollo de la carrera, siempre lo iba a hacer con una sonrisa, disfrutando en lugar de sufrirla.
Después de un abrazo imaginario con mi nuevo viejo amigo, emprendí el regreso. Había que bajar, y qué mejor manera que por una senda detallada en el mapa del recorrido. Su cara oculta y menos amigable. El camino que desembocaba en la llamada Tranquera de Fonseca. Seis kilómetros de bajada accidentada sin interrupción, un camino que en el evento debía subirla. Al llegar al hostel ya me sentía listo y preparado, tanto física como espiritualmente, para la gran batalla.
El transcurso de la carrera fue espectacular. El clima estuvo de nuestro lado. Después de chequear y rechequear en el servicio meteorológico local, que anunciaba temperaturas de 5°C hasta una máxima de 13, y al momento de la largada unas nubes grises no dejaban ver la cima del Inacayán, advertían a los corredores que no iba a ser un día sencillo. Los rezos de mas de uno fueron escuchados y Febo ganó la pulseada, regalándonos todo su poder y dejándonos apreciar cada uno de los paisajes que ésta Villa de la Patagonia puede y sabe ofrecer.
Al llegar a la Tranquera nos reconocimos enseguida. Era la puerta de entrada a la casa del Bayo, que recibía a cada uno de los integrantes de este hormiguero vestido de naranja. Mi cabeza se detuvo por una centésima de segundo para pedir permiso al gigante. Y éste me respondió. A los pocos pasos de esa escalada, sentí que mi aire cambió. No en mis pulmones y bronquios, sino en mi mente. En éste preciso instante supe que iba a terminar la epopeya. Tenía al Cerro de mi lado. Ya no importaba el reloj ni el podómetro. Tampoco las marcaciones facilitadas por la organización indicando el kilometraje recorrido. Solo quedaba disfrutar y vivir el momento.
Realmente estuve en éste estado hasta la llegada, escuchando el coro de gritos y aplausos de los habitantes de la Villa y familiares de los corredores, alentando y arengando a los que se acercaban a la meta. El cronómetro marcó 5 horas y 24 minutos cuando mi pié derecho reparado pisó la línea final.
Agradecimientos
Solo queda agradecer.
En primer lugar a mi mujer y a mi hija por soportar ésta locura.
Luego a Luis Migueles, por su siempre buena predisposición en guiarme para lograr mis objetivos.
También a Martín, no solo por sus bastones que me ayudaron en los momentos más difíciles de la carrera, sino también a su voz que resonaba entre óseas de mi cráneo, recordando los consejos que me daba en la 4 Refugios, a principio de éste año.
No puedo dejar de lado a Susana y a Oscar, del Italian Hostel, que con toda su buena onda y energía, me albergaron durante cinco días. Me hicieron sentir, junto con los Cecilia, Juan Carlos, Sebastian y los otros dos sanjuaninos, que estaba en familia.
Gracias también a Francisco Zamudio, Martín Randado, Charly Landgrebe y Cristian Pereyra Iraola que, quizá sin saberlo, siempre me brindaron su apoyo dentro de un ambiente laboral complicado.
Pero muy especialmente al Cerro Bayo y a su primo hermano Inacayán por dejarme recorrerlos. A los lagos Nahuel Huapí, al Correntoso y al Espejo, que sus aguas azules me regalaron unas postales impresionantes, y a la siempre sonriente Villa La Angostura, que recibe a los turistas como si fuera una abuela a sus nietos.
Con miedo, pero sin ganas de olvidarme de alguien, los saludo y hasta la próxima.
Pepe